Las elecciones del fin de semana demostraron que Chile ya no se mueve por imperativos ideológicos ni de izquierda ni de derecha, que en las elecciones influyen de manera decisiva las circunstancias sociales y económicas desfavorables, que no cualquier acuerdo es la respuesta correcta; y que el poder siempre caprichoso enseña a los soberbios lecciones de humildad.
Tal vez lo más complejo del proceso sea que los partidarios de escribir una nueva Constitución, que en algún momento fueron mayoría, han cambiado sus prioridades. De establecer un cambio institucional se ha movido a una meta mucho más simple: conseguir que las autoridades resuelvan sus problemas concretos, cercanos y cotidianos.
Podríamos discutir por horas acerca de quién es el responsable del estado actual del país (inseguridad, inmigración descontrolada, crisis económica), pero el dato duro es que la actual administración no sólo tiene la necesidad, sino también el deber de dar respuestas rápidas y oportunas a todas esas dificultades. Y el problema de fondo es que no lo ha hecho. Y el resultado de esta elección tiene mucho que ver con eso.
Del mismo modo, el acuerdo al que llegaron los partidos políticos para continuar con el proceso constituyente, si bien es una iniciativa valiosa, finalmente no fue bien valorado por la ciudadanía, tal vez por su falta de participación, por representar el tipo de política que el país no quiere o quizás simplemente porque supone un gasto te tiempo, energía y recursos que para muchos debió ser gastado en resolver los problemas emergentes y que han golpeado con fuerza a los chilenos.
En esta elección además el centro político intentó reaparecer con candidatos y listas que aspiraban a lograr una representación que garantizara una carta magna consensuada, pero la gente optó, en la derecha, por los republicanos, y en la Izquierda, por los partidos más comprometidos con los cambios radicales. El centro político simplemente desapareció del Consejo Constituyente, pero eso no quiere decir que por ello desaparezca también la capacidad de alcanzar acuerdos.
Tanto para la derecha como para las fuerzas de gobierno lograr un acuerdo constitucional es una meta que de distinto modo los favorece a ambos. Al gobierno porque, aunque logre una constitución algo alejada de sus sueños políticos, podrían presentarse como la fuerza política que elaboró la primera constitución con participación democrática de nuestra historia. Y eso es bastante más que sólo salvar los muebles; mientras que los republicanos requieren demostrar que son capaces de dar gobernabilidad a un proceso que se ve difícil, pero si lo logran, su líder reforzaría sus opciones presidenciales, que en todo caso no están garantizadas.
Finalmente, el movimiento político pendular que Chile ha manifestado en corto tiempo, pasando de la refundación revolucionaria a la reforma consensuada, también se relaciona con el modo en que los ganadores han interpretado y vivificado sus triunfos. La euforia refundacional le pasa, hasta el día de hoy, la cuenta a la izquierda. La idea de construir un Chile a la imagen y semejanza de sus ideas fue sin duda embriagadora, pero también nefasta para conseguir la mayoría electoral necesaria que ratificara su propuesta constitucional. Y ahora la responsabilidad recae en la otra vereda política, que podría caer en la tentación de redactar una constitución que sólo integrara sus sueños y aspiraciones, pero ya sabemos que a veces la voluntad popular castiga a los soberbios.