Semana Santa


A Jesús lo querían matar, ya era incómodo. Hablaba con autoridad, libertad, perfeccionaba la ley, perdonaba los pecados, era apreciado por los más despreciados, y las autoridades religiosas habían entendido, aunque no creído: siendo hombre se hacía igual a Dios… había llegado la hora, para eso vino. El ambiente era tenso.

Su última semana fue intensa, por una parte, aclamado, por otra parte, su alma estaba triste y angustiada hasta la muerte. Se va a orar, cae en tierra, suda sangre, se acerca su Pasión. El misterio de su Pasión consistió en cargar los pecados de toda la humanidad, todo mal que podamos imaginar los hizo suyos. Él, que no tenía pecado alguno, cargó con nuestros pecados, no sólo en la cruz, sino en su corazón. El dolor de Jesús fue real, su condición divina no fue una coraza. Quería evitar el sufrimiento, su humanidad clama al Padre, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Hace la oración más perfecta, ofrecerse totalmente.

Jesús era amigo de Lázaro, Marta y María. Esa semana la casa de ellos fue su refugio, su Betania. Luego de jornadas pesadas, llegaba allí a dormir. Como buenos amigos, Jesús fue honrado de una manera especial, fue ungido. María tomó un frasco de alabastro que contenía una libra de perfume muy caro, de nardo puro. María tenía preparado aquel frasco para cuando llegara el Maestro. Jesús aceptó esa unción y afirma que ha hecho una obra buena, y que este acto quedará para siempre en la memoria y será recordado donde se proclame el Evangelio.

Quien traiciona a Jesús fue uno de sus más cercanos, lo vende por treinta monedas. Todos se dispersan. Pedro, el líder dentro de los Doce, cabeza de la futura Iglesia, lo seguía, pero de lejos. Pedro proclamó con energía que jamás lo abandonaría, que daría la vida por él, pero se acobardó ante una criada y otras personas. Yo a ese no lo conozco, llegó a decir. Seguir a Jesús de lejos es peligroso, se le termina negando. Pedro llora amargamente, desgarrado por su culpa por negar a su Señor. El gallo cantó, sus miradas se cruzan, mientras Jesús es trasladado. Pedro debe haber quedado sobrecogido por esa mirada, que no era de reproche, sino del más puro amor, era una mirada que decía: Simón yo, yo he rogado por ti. Comprendió lo grave de su falta, pero no desesperó, el encanto de esa mirada, la misma que suscitó su vocación, infunde esperanza en medio de esa noche oscura.

Jesús es condenado por blasfemia. Pero lo quieren matar y para eso acuden a Pilato, a ellos no les está permitido dar muerte a nadie. Las acusaciones son; sin embargo, contradictorias. Pilato es razonable, interroga a Jesús en privado y parece desconfiar de las acusaciones que han hecho los príncipes de los sacerdotes. Le pregunta: ¿eres tú el rey de los judíos? Jesús deja en claro que su realeza trasciende a las instituciones humanas, no viene a competir con el César, su reino no es de este mundo, pero soy Rey y he venido a dar testimonio de la verdad. Pilato parece confundido, se da cuenta que Jesús es inocente, no encuentro ninguna culpa en él. Pero insisten en acusarlo, subleva al pueblo con sus enseñanzas. Pilato parece querer salvar a Jesús, pero este guarda silencio ¿Qué es la verdad? La verdad que se impone es la del poder. No queriendo enfrentar al Sanedrín lo envía donde Herodes. Herodes, supersticioso, sensual, adúltero, curioso había oído hablar de Jesús y le quería conocer, quería un milagro para él, un espectáculo para su corte. Herodes se dirige a Jesús con mucha

locuacidad, simpatía, hay ricos y poderosos muy encantadores, como las serpientes. La respuesta de Jesús fue lapidaria, su silencio.

Todos ceden y Jesús carga la Cruz. Muere un inocente, pero un inocente que es capaz de rescatarnos. Esto celebramos en estos días, a más de dos mil años de estos hechos.

En un mundo que ha cambiado mucho, de manera misteriosa, siguen los testigos del Resucitado. Y si parece que regresamos al paganismo, después del paganismo solo puede volver el cristianismo.