El SIMCE 2015 nos muestra, sin lugar a dudas, que estamos estancados en calidad de la educación. Aquellos relativos al estrato socioeconómico de las familias mejor ni mirarlos, pues con cuatro décadas de diferenciación social progresiva, sin esfuerzos oportunos y consistentes de corrección, la brecha llega a ser una obscenidad. En ninguna parte del mundo, ni en los países más pobres se obtiene tal simetría estratificada de resultados.
Por lo que se ve, el problema no es simple, si sólo se atiende a perfeccionar medios y no atendemos a los fines de la educación del país, con sentido social y pensando en el bien común: ¿qué tipo de persona queremos formar? es la pregunta que debiéramos responder. La elite política se ha equivocado reiteradamente en el diseño de políticas públicas, programas y proyectos de mejora, pues lo único que han logrado es incrementar las diferencias sociales y económicas entre las personas. La escuela lo único que hace es reproducir esas diferencias. Mientras existan tantas diferencias en el ingreso de las familias es iluso (y un engaño) creer que una prueba, de forma mágica, nos dirá que estamos dentro de los países más desarrollados del mundo.
Preocupan aquellos resultados que se mantienen estables (matemáticas), pero la baja en lectura lo es mucho más. El aprendizaje es resultado de la enseñanza, es fruto del trabajo educativo de docentes, padres y sociedad, conjuntamente y enfocados en la calidad y no en la competitividad. Si los estudiantes no están mejorando en habilidades y destrezas necesarias para la vida, entonces está fallando lo que hacemos, pues cómo lo hacemos no redunda en mejoras. Más matemática y más lenguaje no es la solución, sino orientar el aprendizaje en la comprensión de hechos y fenómenos, unida a una disciplina rica en valores personales y comunitarios.
Se debe terminar con el mercado de matrículas de pedagogía en educación superior e incentivar a la docencia a personas con vocación y creativas, con rentas atractivas y sin competencias entre ellos.