Max Weber, religión y universidad


Hace cien años, en 1920, moría Max Weber, autor de la famosa obra La ética protestante y el origen del capitalismo. En este texto solo nos detendremos en algunas sugerencias muy actuales de Weber que afectan, ya sea a la religiosidad como al trabajo académico.

Ante todo, Weber llega a una definición de la religiosidad moderna que desborda en una mística entendida como una “forma de dedicación sin objeto (…) la dedicación por la dedicación” (Sociología de las religiones). Este resultado se debe a lo que Weber condena, el “sacrificio de la inteligencia” que él dice “es la característica decisiva del hombre de una religión positiva (…) y es lo que hace el creyente ante la Iglesia” (La ciencia como profesión). Esta lección de Weber puede ser actual también para los cristianos modernos que, a menudo, olvidan la afirmación de san Agustín: Fides non cogitata nulla est (una fe que no es pensada es nada).

Sin embargo, este sacrificio e inhibición del pensamiento no es solo un asunto de hombres religiosos, pues Weber ataca, al mismo tiempo, a los intelectuales que se presumen modernamente y posmodernamente laicos: “Los intelectuales modernos tienen la necesidad de amueblarse sus almas con cosas viejas y con garantías de auténticas acordándose que la religión era un de estas cosas viejas que ellos no tienen ya, pero para la que arreglan, como sustituto, una especie de capillita doméstica, adornada caprichosamente con cuadritos de santos traídos de todos los países o para la que crean un sucedáneo con todos los tipos de vivencias, a las que les adjudican una santidad mística y con lo que van al mercado editorial a vender sus baratijas” (La ciencia como profesión).

Esta ansia de los catedráticos para salir al mercado editorial se debe a “la vanidad que es una cualidad muy extendida en los círculos académicos y científicos, es una especie de enfermedad profesional” (La política como profesión). De aquí, para Weber, nace el peligroso fenómeno que “las profecías surgidas de las cátedras solo crearán sectas fanáticas”, escuelas de alumnos aduladores y repetidores (es lo que condenará también Bergson en Introducción a la metafísica). En este sentido, siendo que para Weber “en la vida académica predomina el azar, no es nada fácil, diría que es casi imposible, hacerse uno responsable de aconsejar al joven que solicita ser orientado acerca de su posible habilitación. Se le debe preguntar, a conciencia: ¿Se siente usted capaz de soportar, sin amargura y sin dejarse corromper, el hecho de que durante años sucesivos vea desfilar ante usted una mediocridad tras otra, de soportarlo sin menoscabo para su vida interior?” (La ciencia como profesión).

De aquí, la última significativa sugerencia de Weber: “En las aulas no vale ninguna otra virtud sino la honestidad intelectual precisamente (…) Añorar y esperar no es suficiente y hagamos otra cosa: vayamos a nuestro trabajo y estemos a la altura de las ‘exigencias actuales’, tanto humana como profesionalmente. Estas exigencias son simples y sencillas si cada uno encuentra el espíritu que sostiene los hilos de su vida y le obedece” (La ciencia como profesión). La honestidad intelectual consiste en no pretender afirmar nada desde las cátedras que se presuma inimputable, sino, más bien, hacerse imputable en lo que se enseña.