Por combatir el lucro, que por primera vez aparecía en la República ateniense, Sócrates (470-399 a.C.) fue condenado a beber la cicuta, defendiendo con su vida la responsabilidad del Estado de educar a sus ciudadanos, y muriendo a la edad de 70 años. Había sido acusado por tres sofistas menores, defensores del “emprendimiento en educación“ y que se hacían pagar por sus enseñanzas, lo que indignó al filósofo y les enfrentó públicamente en numerosas ocasiones, provocando el enojo de los sofistas y acusándolo de tres cargos: corromper a la juventud, introducir nuevos dioses y andar hurgando en cosas celestes.
Aunque la defensa del padre de la Filosofía es una apología brillante de la racionalidad de las virtudes de sabiduría y justicia, de los deberes y derechos ciudadanos y de los deberes del Estado, sin embargo pudo más el poder de la erística que la moral del hombre justo. Hace más de 2 mil 500 años, en esa ciudad-Estado, la educación era responsabilidad de la República y se orientaba a la concreción de un ideal de perfección humana («kalokagahtía»), que buscaba alcanzar un equilibrio entre los diversos aspectos de la personalidad: física, moral e intelectual, sumándose el proceso perfectivo de su cultura.
Como se ve, ya en esa incipiente democracia la finalidad de la educación era el perfeccionamiento del ser humano como acción política natural del Estado para formar ciudadanos libres y responsables del Bien Común. Cuando se tiene tal visión de Estado, pensar en lucrar por educar, no sólo va en contra de la razón moral sino que igualmente entregar dicha responsabilidad a los particulares como sucede en Chile, lo que resulta es disgregar el Estado en poderes particulares que exponen al conjunto de la ciudadanía a sucumbir a una oligarquía que se alimenta de los sueños de los débiles y desposeídos.
La educación es un bien público, originada de una condición natural universal del hombre: nadie es perfecto y necesita de la educación para perfeccionar dichas capacidades y acercarle a su fin último. Hacer de esta condición natural de indigencia un negocio, parece macabro y obsceno. La ausencia del Estado en su rol educativo lo único que produce es generaciones de esclavos ignorantes y manipulables por la propaganda comercial del que tiene más para pagar, para defender y propagar su ideología.
No creamos que nuestro gran filósofo vivía a expensas del Estado, como podrían argumentar quienes defienden de manera acérrima el capitalismo y se oponen al rol regulador del Estado. Lo último que dijo nuestro buen hombre fue precisamente: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides“.
Aladino Araneda Valdés
Académico Facultad de Educación
Universidad Católica de la Santísima Concepción