La hora del Espíritu Santo


El Libro de los Hechos de los Apóstoles muestra claramente que el protagonista de la identidad y misión de la comunidad cristiana (de la Iglesia, del Santo Pueblo Fiel de Dios) es el Espíritu Santo. El Papa Francisco en su reciente carta al “Al Pueblo de Dios que peregrina en Chile” (31 de mayo de 2018) nos recuerda lo mismo.

Es el Espíritu Santo el que pone en el centro a Jesucristo y su Evangelio. Él es quien puede hacer que no nos centremos en nuestras mezquindades, pecados, élites y/o club de elegidos de cualquier tipo y especie. Él es quien sabe amar como Dios ama, porque es el Don amor. Él es el Don relacional que nos posibilita ser relacionales, vivir descentrados sin perder nuestra identidad. Para que Jesucristo y el Evangelio sean el centro de la Iglesia y nuestras vidas, necesitamos invocar al Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, que habló por los profetas y es nuestra Unción, es el único que puede hacer que la Iglesia sea profética. Si no es Él quien habla y actúa, tarde o temprano, de nuevo serán nuestros intereses particulares, nuestras palabras y planes los protagonistas. Hay que invocar y discernir, comunitariamente, la presencia y los caminos del Espíritu Santo. Para ser una Iglesia profética hay que dejar hablar al Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es vínculo de unidad y de comunión. Él es quien suscita y acoge la diversidad, sin romper la unidad. Él sabe edificar la Iglesia y repartir dones y carismas, sin uniformar. Él es el protagonista de la evangelización y de la Iglesia en salida (porque es el don que sale del Padre y del Hijo). Él es quien sabe conducirnos para salir al encuentro del herido, del marginado y de la víctima. Si queremos construir una cultura de la acogida y del encuentro, una Iglesia sinodal, misionera y samaritana debemos dejarnos habitar por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es el Poder de Dios y la suave brisa, es el impetuoso que recrea todas las cosas y el dulce huésped del alma. En esta hora en que requerimos sanar, convertirnos y convertir las estructuras, sin duda, necesitamos el poder del Espíritu Santo para que nos renueve, nos mueva con fortaleza y perseverancia. Pero también necesitamos de su sutileza y femineidad para aprender a ver la realidad, asumirla, buscar con Él caminos de sanación y tratarnos como hermanos. Si queremos procesos de conversión, sanación, aprender a ver la realidad y vivir en fraternidad, debemos dejar que el Espíritu Santo nos mueva.

Invocar al Espíritu Santo y discernir sus caminos no son actos de hermosa enajenación para que todo siga igual, ni traspasar la responsabilidad al Otro para no asumir nuestro pecado. Al contrario, es el sano reconocimiento del verdadero centro, es la necesaria humildad de asumir que no somos ni debemos ser nosotros los protagonistas. Somos Pueblo de Dios por un inmerecido Don, creemos en y desde el Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo nos puede llevar a la altura y al talante de ese gran don de ser cristianos.

 

Dr. Patricio Merino Beas

Académico Instituto de Teología