Malala Yusafzai es una joven pakistaní de 16 años de edad que en octubre de 2012 fue víctima de un atentado por un miliciano que le disparó en repetidas ocasiones impactándole en el cráneo y cuello. Dos estudiantes resultaron heridas junto a ella mientras se dirigían a sus casas en un autobús escolar. El motivo del ataque fue la lucha que Malala había emprendido a través de las redes sociales por los derechos civiles de su pueblo y especialmente por la educación de la mujer, a quienes les cerraron las escuelas entre 2003 y 2009.
Sin lugar a dudas, no es fácil para nadie y menos aún para una joven de 13 años emprender el desafío de luchar contra el establishment, sobre todo cuando las estructuras jurídicas (normativo-valóricas) y culturales (políticas y económicas) de un país se construyen en muchas partes sobre la base de visiones sesgadas y parciales de la realidad, que responden a un ”orden“ impuesto por grupos de intereses de poder, que expanden ramas y raíces de influencia en todas las estructuras de los sistemas en que se organiza el Estado y hace poco menos que heroica la vida de quienes disienten del ”sistema dominante“ o no se sienten parte del mismo.
Da la impresión que la lucha de Malala por el derecho -natural- a la educación no es exclusivo de su situación en particular, sino que más bien representa la esperanza de muchos niños y jóvenes chilenos que no asisten a la escuela y que tampoco trabajan, pues las oportunidades creadas por el sistema pasan por pagar derechos o que las familias tengan que hacer esfuerzos económicos tan grandes como comprar una casa o un departamento sólo por asegurar educación de calidad para sus hijos. En las escuelas rurales de nuestro país los niños y niñas llegan hasta sexto básico, luego deben esperar -sin hacer nada- hasta los 18 años para trabajar como temporeros o asesoras de hogar por no haber terminado su educación regular o carecer de capacitación.
No por nada Chile ocupa el primer lugar de los países de la región en que una parte importante de estos jóvenes (17.1%) no estudia ni trabaja. De los países de la OCDE el nuestro es el que tiene la educación más cara de todos y donde las familias son las que más aportan para alcanzar un derecho que debiera estar garantizado por el Estado y no dificultado por grupos que ven en la educación una nueva forma de dominación, exclusión social y marginalidad cultural.
Un razón ideológica no impidió que Malala viviera ni que recibiera el pasado 9 de enero un premio internacional por la libertad de la mujer otorgado por una universidad francesa. Como miles de niños y niñas chilenas, Malala tiene derecho a educarse.
Aladino Araneda Valdés
Académico Facultad de Educación
Universidad Católica de la Santísima Concepción