Las comunidades ancestrales realizaban el trabajo como representación de las capacidades creativas e intelectuales humanas y no sólo por los lógicos fines de sobrevivencia material. En el comienzo cultural, el trabajo poseía un valor sacramental y un carácter moral, conforme a cosmovisiones y creencias tradicionales. En antiguas sociedades las labores se realizaban valorándolas como un medio de unión humana a la naturaleza y el cosmos. Actividades como la caza, la pesca, la agricultura, la arquitectura, la medicina y el arte eran ejercitadas con bases ontológicas y axiológicas de procedencia sagrada. Por ello, el trabajo constituía una coparticipación del ser humano en el cuidado del mundo que, en sí mismo, era una obra sacra.
Muy avanzado el tiempo, junto con desligar al trabajo de su valor sacro, se produjo un ocultamiento del fundamento antropológico propio del tal quehacer. Socialmente, se ha llegado a un punto donde la ideología materialista ha impuesto una noción del trabajo como medio ajustado a fines instrumentales; de modo que éste obrar, no es más que un dispositivo necesario en un engranaje de producción capitalista. Para el filósofo Max Horkheimer, el racionalismo moderno y el paradigma de la sociedad industrial, han hecho del trabajo intelectual o manual un proceso enteramente económico. De igual forma ha sido con las demás actividades humanas que se han transformado en mercancías transables.
El siglo XXI, marcado por distintas crisis políticas-económicas, es un periodo donde el sustento de la vida por medio del trabajo ha sufrido una honda precarización, en distintos niveles y dependiendo del contexto sociocultural, las leyes y constituciones de las distintas naciones. Por su parte, Chile estructurado ortodoxamente desde el modelo del capitalismo liberal, en ningún caso habría quedado al margen de tales crisis que involucran toda la esfera de la institución política. Pero, no sólo es necesario preguntar por los mecanismos técnicos que permitirán superar las consecuencias del reduccionismo económico impuesto a todos los sectores de la vida. Asimismo, cabe la interrogación que la sociedad debe plantear acerca de la posición antropológica y ética que el país deberá asumir en adelante, teniendo claridad en que la idea del ser humano como homo oeconomicus no ha contribuido a la justa equidad social.
Las actuales manifestaciones impolíticas[1] en las calles, muestran que la desvalorización del trabajo de las personas y la denostación sistemática de la dimensión ética-comunitaria de lo laboral por parte de la gubermentalidad liberal, ha llegado a una instancia de inflexión exigente de cambios. Pero, ésta no es una situación nueva en nuestra historia, hay que recordar que Chile inició sus reivindicaciones sociales a principios de mil ochocientos en el llamado Ciclo del Salitre y que, a fines del mismo siglo, la agrupación de ferroviarios logró ubicar al trabajador chileno como legítimo defensor de sus derechos.
Hoy la sociedad intenta desmontar la ejemplaridad que ha ostentado Chile como país neoliberal, con evidencias concretas de que dicha modalidad económica ha generado una riqueza macroeconómica irresoluta de las necesidades del oikos: de la casa y el hogar. Por ello, en la decisión de no ser una masa influenciable, como alguna vez definió a los trabajadores el ministro Eduardo Matte, Chile en estos días ha optado, otra vez, por la reivindicación del trabajo y su finalidad de cuidado de la dignidad humana.
[1] De acuerdo a Roberto Esposito lo impolítico no es negación de lo político, es lo político observado desde su confín externo.