De numerosos recuerdos del invierno penquista, en este momento vienen a mi mente, aquellos en que después de incontables días y noches seguidas de lluvia, escampaba y al fin me daban permiso para salir a jugar, haciendo el quite a los charcos que reflejaban el cielo gris aún amenazador, pincelados de un tenue rayo de luz que se colaba en medio de alguna nube. Por supuesto, no era el único desesperado por salir. Así como yo, todos los amigos del barrio corrían por las calles, liberados del encierro invernal.
Esa fue la misma sensación que experimenté al enterarme de que avanzábamos a la fase dos, una mezcla de alegría y alivio, junto a un sin número de actividades, compras y trámites pendientes que se agolparon en mi mente, como recordándome que estaban ahí a la espera de ser gestionados y teñidos de un halo de urgencia que ya no soporta les desplace por unos días más.
Lo complejo es que, de seguro al igual que en mi niñez, cuando todos los niños de la cuadra salíamos al mismo tiempo a jugar apenas amainaba la lluvia; tampoco ahora yo sea el único con la premura por salir. Entonces, es lógico pensar que se produzca una especie de efecto de rebaño, no el que esperamos de la vacunación, sino otro por el cuál muchas personas comiencen a desplazarse en los mismos horarios y hacia los mismos espacios, emulando un piño de ovejas que sale del aprisco.
Este efecto ya lo vivimos en la anterior fase 2, el que además se mezcló con el permiso de vacaciones. Según la experiencia vivida, es lógico esperar que el mismísimo lunes, seamos testigos de una estampida humana emergiendo desde sus hogares, para romper de una vez por todas con el insoportable encierro.
Y es aquí donde creo que, a riesgo de ser majadero, vale la pena sumarse a la voz de los entendidos y apelar al buen juicio de las personas para hacer un llamado a la prudencia. El prudente actúa con sabiduría, pues se espera de quién practica esta virtud, que medite las consecuencias de sus actos y se prevenga de los efectos negativos de su proceder. Me pregunto, si este momento que vivimos, no sea acaso extremadamente propicio para obrar con cautela y analizar los riesgos a los que nos exponemos si simplemente nos dejamos llevar como el rebaño que sigue al tumulto.
Meditemos sobre las consecuencias de relajar los cuidados, las vidas humanas perdidas de personas cada vez más jóvenes, el sufrimiento de las familias, la caída del empleo, equipos de salud llevados al extremo de sus capacidades para dar soporte a los pacientes críticos y en las múltiples dificultades que nos ha impuesto el confinamiento.
Seamos conscientes, la mayor libertad de desplazamiento que se nos viene no quita que actuemos racionalmente para evitar las aglomeraciones, buscar los horarios más apropiados para salir, asegurar el distanciamiento social, respetar los aforos y no bajar la guardia en el uso de mascarillas y el lavado de manos; para que el próximo paso que demos no sea otro que hacia la fase tres.