Hay ocasiones en la historia humana en que las circunstancias ponen en juego no sólo grandes principios, sino también a grandes hombres. Éste es el caso de la figura de Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, primado de toda Inglaterra y legado de la Santa Sede, cuyo coraje le significó ser asesinado por orden de su señor, amigo y mecenas, el rey Enrique II.
Es significativo que un arzobispo y un laico hayan coincidido en Inglaterra no sólo en compartir el nombre y el cargo de Lord Canciller del Reino, sino también la suerte del martirio. Se trata de santo Tomás Becket (1118-1170), asesinado junto al altar el 29 de diciembre de 1170, y santo Tomás Moro (1478-1535), laico y jurista, ejecutado por Enrique VIII, el 6 de julio de 1535, por mantenerse fiel a la fe de la Iglesia. Curiosamente, el mismo Enrique VIII mandó a destruir todo vestigio de la tumba de santo Tomás Becket, pues la sola tumba de este santo denunciaba lo que Enrique VIII acababa de hacer.
Las relaciones entre la Iglesia y el Estado, ya se trate de imperios, reinados, repúblicas, dictaduras, etc., no siempre han sido fáciles. El problema fundamental es la independencia que la Iglesia manifiesta frente al Estado, por un lado, y las aspiraciones de éste por ser un poder absoluto en el pleno y literal sentido de la palabra. Santo Tomás Becket murió por defender la independencia de la Iglesia frente a las pretensiones de control absoluto del Rey. “No podrá haber paz en mi Reino mientras viva Becket. ¿No habrá nadie capaz de librarme de este cura intrigante?… Es conveniente que Becket desaparezca”, frases del Rey Enrique II que sellaron el destino martirial de Becket.
El asesinato ocurrió sobre las cuatro y media de la tarde, cuando el arzobispo, ya en el altar mayor, se disponía a celebrar las Vísperas, y como observadores, los monjes del monasterio y la gente del lugar, había llegado para participar de la oración de la tarde. Los asesinos de este crimen propiciado por el Estado fueron cuatro nobles con el título de Barones: Reginaldo FitzUrse, Roberto de Broc, Hugo de Horsea y Ricardo Le Bret. Al caer, Becket murmuró: “Por el nombre de Jesús y la protección de la Iglesia, estoy preparado para abrazar la muerte”. Aquí se muestra el carácter voluntario y libre con que Becket recibe la muerte violenta, sin oponer resistencia. Tiempo y modo había tenido antes para huir si hubiese querido, pero lo descartó.
El odio se muestra en el ensañamiento con que se comportaron. No hubo misa fúnebre o cualquier otro oficio religioso público. Inmediatamente tras su muerte, el pueblo lo consideró santo, y el Papa Alejandro III, que lo conoció en persona, lo declaró santo y mártir tres años más tarde, el 1174.
El martirio de Tomás Becket sólo se entiende por una conversión personal al momento de ser investido arzobispo. La conciencia clara de su responsabilidad episcopal lo condujo de la vida casi disoluta y palaciega que llevaba, a una vida marcada por la austeridad, la oración y la fidelidad a la fe. Por defender la libertad de la Iglesia de un Rey que quería controlarla a su antojo, Becket fue perseguido, también todos sus familiares, a quienes les confiscaron sus bienes, dejándolos en la miseria,
tuvo que vivir un amargo exilio, y tras su regreso, fue asesinado. Pero no fue en vano. La clave del efecto que su martirio tuvo en el conjunto de la Iglesia de Inglaterra, la constituye la forma y el contenido del Concordato de Avranches, que posee el carácter de un tratado de paz negociado que incluye concesiones mutuas para el Estado y la Iglesia. Con todo, Enrique II nunca castigó a los asesinos de Becket.
Los mártires son testigos (judiciales), dan testimonio (como en un juicio) de esa verdad que denuncia todo totalitarismo. Becket creía en una sana convivencia entre el orden civil y el eclesiástico, pero se topó con el absolutismo de Estado. Ante eso, su opción fue clara, la defensa de la fe y de la Iglesia de Inglaterra. Becket buscó siempre una Iglesia respetuosa del recto orden civil, pero siempre independiente de él en el orden de la fe, la conciencia y las costumbres. Una Iglesia así sólo puede ser una iglesia pobre, austera y firme en la única roca que la sostiene que es Jesucristo, y de ese modo, libre servidora de su Evangelio.