“Diálogo” es un término tan usado y tan frecuentemente que más bien habría que hablar de abusado, manoseado, tergiversado, manipulado.
La mayoría de las veces el diálogo no existe, lo que se da es una yuxtaposición de monólogos, situación que queda magistralmente ejemplificada en la siguiente historia: en una reunión social se estaban contando chistes. Cuando uno terminó de contar su chiste, había otro que se moría de la risa, entonces el que lo había contado le preguntó: “¿Le gustó mi chiste?” A lo que el otro respondió: “En realidad ni lo escuché, me estoy riendo del chiste que voy a contar yo”. Seguramente, usted, estimado lector, habrá recordado más de alguna ocasión en que le pasó lo mismo: o no lo escucharon o usted no escuchó al otro. De esto surge una primera condición ineludible para que pueda haber diálogo: la capacidad y la disposición a la escucha. Sin escucha, no hay diálogo. Así de simple y así de categórico.
Para que pueda haber diálogo, se deben dar determinadas características que pasaremos a revisar. Si alguna de éstas no se da, no se puede hablar de diálogo.
1ª Escucha: los dialogantes deben tener la capacidad y estar dispuestos a escuchar lo que el otro está diciendo. Esto significa que el que escucha debe tratar de vaciar su mente para poder recibir íntegramente lo que el otro está diciendo y tal como lo está diciendo.
2ª Ponerse en el lugar del otro: aquí se avanza un paso. Si es fundamental escuchar atentamente al otro, sin embargo, no es suficiente. Esto implica un movimiento que consiste en abandonar la propia posición para ubicarse en la posición del otro y ver la realidad o la materia de conversación desde el punto de observación del otro. Esto es algo tan evidente, que por evidente lo pasamos por alto. Si uno está frente a otro, no se ve lo mismo, porque para ver lo mismo tienen que estar ubicados en la misma dirección. Si cada uno se desplaza al lugar del otro va a ver lo que el otro ve y a lo mejor nos damos cuenta que el otro tenía razón, pues, efectivamente, desde su lugar se ve lo que él estaba viendo y nosotros no teníamos la posibilidad de ver. Este sencillo ejercicio evitaría tantas discusiones inútiles, que, para peor, generan un tremendo gasto de energía. Por otra parte, este ejercicio constituye un rechazo a la ilusión de todo fundamentalismo que consiste en pensar, estúpidamente, que toda la realidad se reduce a lo que yo veo. Esto es lo que literalmente significa la expresión “idiota”, que viene del griego ídios, que significa lo propio, por tanto, es el que percibe sólo lo que él ve y, para peor, piensa que todo es como él lo ve.
3ª Revisión: una vez que se ha escuchado y mirado el tema desde la perspectiva del otro, poniéndose en su piel o en sus zapatos, hay que volver con la visión obtenida en este ejercicio al propio planteamiento para ver cómo lo afecta, pues habremos descubierto que en nuestro enfoque hay elementos que pueden permanecer, pero hay otros que necesitan ser corregidos e, incluso, elementos que simple y llanamente hay que tirar a la basura porque nos hemos dado cuenta de que estaban equivocados.
4ª Honestidad y humildad: reconocer abiertamente lo que se ha de corregir y lo que se ha de eliminar… ¡y hacerlo! Muchas veces nos damos cuenta de que nos hemos equivocado, pero tratamos de “pasar piola”, ojalá que nadie se dé cuenta o seguimos tratando de demostrar que teníamos razón defendiendo lo indefendible. Este riesgo es mayor cuando se trata de personas que están en el poder porque piensan que reconocer públicamente que se equivocaron va a disminuir su autoridad y, por eso, generalmente terminan haciendo el ridículo porque buscan justificar o legitimar sus errores a como dé lugar. De ahí que no sea suficiente con darse cuenta, sino que hay que actuar en consecuencia, o sea, tal como ya se ha dicho, corregir lo que sea necesario y eliminar hidalgamente las posturas erróneas. Todo esto requiere una gran dosis de humildad en un doble sentido: darnos cuenta de que somos falibles y de que necesitamos de los demás. Nadie es el único poseedor de la verdad total. Las visiones de los demás nos ayudan a tener una visión más completa de la realidad.
5ª Verdad: la finalidad del diálogo no debe restringirse a la búsqueda de consensos, de acuerdos, sino que debe tender siempre a que tales consensos sean en torno a la verdad. De lo contrario, se convierte en una expresión del pragmatismo más crudo, esto es, no importa si aquello en que nos hemos puesto de acuerdo es verdad o no, lo importante es que nos pusimos de acuerdo para que funcione. Es tan común ver en nuestro medio, en nuestras instituciones, incluso en aquellas que tienen como meta descubrir la verdad, como se ha enquistado este pragmatismo al punto de que quienquiera mostrar una verdad es considerado un peligro que hay que eliminar, pues esa verdad puede paralizar el sistema y, como se ha dicho, lo que importa es que el sistema funcione. Aquí el diálogo se pervierte en cuanto que sirve para traicionar la verdad.
Pero todo esto debe darse en un determinado ambiente. Hace no mucho veía una entrevista que le hacían al ex-presidente Ricardo Lagos en un programa sobre líderes y emprendedores, quien, a propósito de una pregunta que se le hacía sobre qué carencias veía en nuestra sociedad chilena, decía que tomando el lema de la Revolución Francesa “libertad, igualdad y fraternidad”, el elemento que difícilmente se toma en cuenta es el de la fraternidad. Lo mismo hay que aplicar en nuestro tema: el diálogo debe darse en un ambiente de fraternidad. Por eso que, en resumen, el diálogo para que exista requiere de flexibilidad, entereza, honestidad, humildad y veracidad, y debe darse en un marco o ambiente de fraternidad, en el que lo que ha de primar no son las posturas ideológicas o las instancias de poder, sino la fuerza de la razón, la consistencia de los argumentos y del sentido común.
Los católicos encontramos el modelo o prototipo de estas actitudes en Jesús de Nazaret, de quien se puede afirmar con toda certeza que tenía autoridad sin ser autoritario. Muestra de esto es que un método privilegiado de la enseñanza de Jesús fueron las parábolas: “Con muchas parábolas como éstas Jesús les anunciaba el mensaje, adaptándose a su capacidad de entender. No les decía nada sin parábolas” (Mc 4,33-34). Y las parábolas no buscan imponer sino convencer, pues son casos o situaciones expuestas a los oyentes para que éstos saquen las conclusiones correspondientes. La fuerza de sus parábolas se encuentra en que éstas están ancladas en la experiencia cotidiana, en el sentido común y en la confianza de Jesús en la capacidad de raciocinio de sus auditores.
Prof. Dr. Arturo Bravo
Instituto de Teología
Universidad católica de la Santísima Concepción
Coordinador Depto. Animación Bíblica de la Pastoral