Leía entre líneas. Y escribió en ese territorio donde habitan la ternura y el silencio. Así nos quedamos todos esta mañana, cuando la noticia decía que el escritor uruguayo Eduardo Galeano había muerto. ¿Qué sangre correrá ahora por «Las venas abiertas de América Latina»?, tal vez su obra más popular aunque no la mejor. Este montevideano a tiempo completo nos deja un extraordinario legado (más de 40 libros) que pasan por la ficción, el ensayo, la crónica, el reportaje, el fútbol y la política, son dos grandes pasiones. Habrá que perdonarle que haya sido hincha de Nacional, que es como ser de River o de la Católica.
En nuestro amado periodismo, Galeano puso su sello en tres célebres publicaciones: “Marcha», “Crisis” y “Brecha”, notables revistas del pensamiento latinoamericano y de la intelectualidad progresista. En la divulgación histórica supo hacer suyo aquello de Miguel de Unamuno: “la intrahistoria”, para contarnos lo pequeño, lo desconocido en relatos bellos, conmovedores y alejados de lo oficial y de los vencedores. Le dio voz a Los Otros, una alteridad de los “nadies” que le permitió instalarse en la vereda del frente, tensando lo real y lo irreal, la verdad y la ficción, rompiendo fronteras y etiquetas narrativas. Quizás por eso, la historia oficial no lo quiso nunca.
Cronista agudo, sensible, crítico y autocrítico (alguna vez dijo que Las venas abiertas de América Latina, eran algo superado) supo también estar con los tiempos, habló-escribió cuando fue necesario de una manera lúcida, transparente y poética como en “Patas arriba: La escuela del mundo al revés», (2008) donde señaló sus inquietudes de la realidad social, el medioambiente y el desarrollo. O en el bello y sobrecogedor «Libro de los abrazos» (1989), original radiografía del continente contada como memorias, crónicas, sueños y epifanías.
Recuperador de la memoria real, del recuerdo donde ha ocurrido el aprendizaje, su libro “Memoria del fuego» (1986) es una invitación a revisitar el devenir latinoamericano como algo vivo, quizás siguiendo a Keith Jenkins y entender que la historia es siempre historia del presente. A veces quiso embellecer la realidad, pero la fealdad de los hechos le golpearon la cara aunque nunca dejó el optimismo como cuando en el 2004 escribió una «Carta al señor futuro», que resumía sus anhelos apuntando: «Yo le pido, nosotros le pedimos, señor futuro que no se deje desalojar. Para estar, para ser, necesitamos que usted siga estando, que usted siga siendo. Que usted nos ayude a defender su casa, que es la casa del tiempo».