
¿Cómo empezó todo?
¿Cómo se originaron las estrellas?
¿De dónde vino la materia?
¿De dónde vinimos nosotros mismos?
Estas preguntas son antiquísimas; desde que se originó la especie humana medio millón de años atrás, la gente ha inventado mitos para explicar estos misterios. Sería maravilloso si pudiéramos ver por nosotros mismos el origen del Universo y responder en forma precisa interrogantes como esas. Por supuesto, ver el Big-Bang parece imposible: sencillamente, ¡no había nadie filmándolo!
Pero aunque parezca increíble, sí es posible ver el pasado remoto. El cómo hacerlo radica en la naturaleza de la luz misma. La luz viaja a una velocidad altísima (300.000 km/s), pero no infinita. Por lo tanto, le toma cierta cantidad de tiempo ir de un lugar a otro. Por ejemplo, la distancia entre el Sol y la Tierra es tan grande, que la luz solar demora más de 8 minutos en llegar a la Tierra. No vemos al Sol como es, sino como era hace 8 minutos atrás. Si en este instante el Sol explotase, sólo nos enteraríamos 8 minutos después. Por lo tanto, podemos utilizar la luz para escudriñar el pasado. Mientras más lejos vemos, vemos luz más antigua, con información del pasado remoto.
La pregunta “¿cómo empezó todo?” parece seria y trascendental. En cambio, la pregunta “¿de qué color es el cielo nocturno?” parece sencilla e ingenua. Quizás la mejor respuesta a esta última pregunta es la que dan siempre los astronautas, que tienen el privilegio de poder observar el cielo sin la atmósfera: “negro, negro profundo”. Sin embargo, esto parece profundamente contradictorio. En efecto, cuando miramos en las profundidades del cielo, en principio estamos mirando tan lejos como es posible. Eso significa que también estamos viendo luz tan antigua como es posible. Por lo tanto, ¿no deberíamos ver los fuegos del Big-Bang sobre el fondo del cielo en vez de ver nada? ¿Qué sucede?
La solución de esta aparente paradoja yace en darnos cuenta de que la pregunta “¿de qué color es el cielo nocturno?” en realidad no tiene nada de ingenua. La luz son ondas electromagnéticas, al igual que las ondas de radio, las microondas, los rayos X, etc. La única diferencia es el color. Nuestro Sol emite en un máximo en torno del amarillo; debido a ello, evolucionamos con ojos sensibles a sólo unos pocos colores en torno al amarillo. ¡Pero hay muchísimos otros colores que no vemos! Para efectos prácticos, somos casi ciegos. Otros animales, como algunos insectos y crustáceos, han evolucionado en forma distinta y pueden visualizar rangos de colores muchos más amplios, que incluyen los infrarrojos y los ultravioletas.
Por lo tanto, para responder de verdad la pregunta “¿de qué color es el cielo nocturno?” debemos usar ojos distintos, capaces de ver todos los colores del espectro electromagnético.
En 1965, dos físicos, Arno Penzias y Robert Woodrow, construyeron un nuevo tipo de antena para comunicaciones vía satélite. Para su extrañeza, percibieron ondas electromagnéticas que provenían de todo el cielo. Al principio pensaron que las señales provenían de ciudades cercanas. No era así. Después pensaron que era un error inducido por guanos de paloma esparcidos sobre la antena. Agarraron a tiros a las palomas y limpiaron la antena “de la sustancia diélectrica blanca” que los pájaros habían dejado sobre ella. La señal continuaba. Sin quererlo, habían construído el tipo de ojo preciso para responder en realidad de qué color era el cielo. Y lo que ambos habían descubierto eran los ecos del mismísimo Big-Bang, llenando el cielo desde todas partes. Por ello, recibieron el Premio Nobel en 1978.
Lo que ellos encontraron es interesantísimo. El cielo no es negro, sino que parecía ser de un color y brillo uniforme. Lo único que lo interrumpía era el brillo de las estrellas de la Vía Láctea, nuestra Galaxia. La pobreza de nuestros ojos no nos permite ver este grandioso espectáculo, pero esa luz primigenia está allí, llenando todo el cielo.
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Fernando Izaurieta
Doctor en Ciencias Físicas, Universidad de Concepción,
Investigador y Académico de la Universidad Católica de la Ssma. Concepción.
fizaurie@ucsc.cl