Cuatro semanas de gestación tenía nuestra primera hija, Laura, cuando el médico nos informó la feliz noticia. Desde ese mismo momento los cuidados hacia nuestra pequeña fueron exactamente los mismos que tuvimos cuando nació, y los seguimos manteniendo hoy cuando ya han pasado poco más de cuatro años desde que llegó a nuestras vidas.
En todo este debate acerca del aborto, siempre me he preguntado qué diferencia existe entre un cigoto y un neonato. Seguramente expertos mejor preparados encontrarán múltiples diferencias, pero más allá de aquello, hay aspectos objetivables: en ambos casos existe vida, que es independiente a la de la madre, y en ellas se requiere del más atento cuidado, pues de lo contrario aquella vida dejaría de existir. En síntesis, la vida es una sola; lo que cambia es su estado, su crecimiento, su desarrollo.
Como sociedad nos impacta conocer casos de infanticidio. No logramos comprender cómo una madre puede dar muerte a un bebé indefenso; nos genera dolor e indignación, ya que no está en nuestros parámetros culturales tolerar aquellos niveles de irracionalidad, independiente de las causas y motivos que lo generen.
Pero para algunos esa indignación se relativiza cuando la vida está en el vientre materno. Ya no existe la misma fuerza ni convicción para defender a ese ser que si bien existe y tiene vida, por el momento permanece “oculto” en el útero de la madre. Parece que ese solo hecho -la aparente invisibilidad del ser- determina el establecimiento de dos “tipos de vida”: aquellas que merecen ser vividas y las que definitivamente es mejor prescindir.
En esta última están las vidas de aquellos seres que vienen con malformaciones congénitas, las que han sido concebidas fruto de una violación y las que ponen en riesgo la vida de la madre. Todas ellas se encuentran contenidas en el proyecto del gobierno que despenaliza el aborto que actualmente se discute en el Parlamento.
Así como nada justifica terminar con la vida de un neonato, por más comprensible que sean las circunstancias que rodean el hecho, nada justifica también acabar con la vida de ese ser que está por nacer y que aguarda paciente en el vientre materno. Ambas vidas, independiente de su concepción o del estado en que vengan, merecen ser vividas, y en ningún caso pueden quedar condicionadas a la voluntad de quienes las clasifican en primera o segunda categoría.
Si existe consenso en avanzar hacia mayores niveles de igualdad y equidad en educación, salud, justicia y un sinfín de otras áreas, qué más igualdad y equidad que garantizar el derecho a la vida de todas las personas, en cualquiera de sus etapas, en cualquiera de sus circunstancias.