El Papa Juan Pablo II realizó, el 2 de junio de 1980 en París frente a la asamblea de la UNESCO, un discurso titulado “Cultura y el Mensaje de Cristo”, en una época de polarización, donde la “Guerra Fría” entre Estados Unidos y el bloque Soviético vivía su mayor momento de apogeo. En estas palabras ya expresadas hace más de 40 años pervive una marca de actualidad innegable.
Juan Pablo II sigue el mensaje ya iniciado en su antecesor Papa Pablo VI en relación a lo interconectado que se encuentra la cultura, la ciencia y la educación como medios para lograr un futuro pacifico de la humanidad sobre la Tierra. Estos tópicos no se encuentran desconectados de otras realidades como la paz o el hambre. Y toda esta problemática debe ser vista desde la perspectiva de los Derechos Humanos.
“Volver a las raíces” señala el Papa, el retornar a los ideales y principios que inspiraron los comienzos de la UNESCO. Como indica Santo Tomás de Aquino: “el hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura”. Su desarrollo está en la cultura y no puede prescindir de ella. Funde el “existir” y el “ser” de la humanidad.
El hombre es el “único sujeto óntico de la cultura”, es su objeto y su término. La cultura hace que la humanidad sea más “humana”, logrando la plenitud de su desarrollo. O como dice el discurso en que se basa esta columna: “la cultura es aquello a través de lo cual el hombre en cuanto hombre, se hace más hombre”, donde “ser más” se vuelve prerrogativa en la búsqueda de la plenitud y el “tener” se convierte en una posición secundaria y relativa al ser. La cultura tiene una “relación directa con la naturaleza” de la humanidad y de una manera secundaria o indirecta con el “mundo de sus productos”.
Una de las tareas primordiales de la cultura es la educación, promotora de la formación de relaciones “interhumanas y sociales”, la cual no sólo debe descansar en las instituciones privadas o del Estado, sino que debe residir en la “familia”, para la formación de ciudadanos que se puedan educar a sí mismos y a otros en la comunidad, más allá de la mera instrucción que sólo apunta al “aspecto del tener, de la posesión”. Esta pseudo- educación renuncia a la más sana ambición que pueda tener el hombre: “ser más hombre”.
Como la familia, sistema de referencia para el individuo en su proceso de adquirir su cultura, también es necesario sumar el concepto de nación, que existe “por” y “para” la cultura. Se debe cultivar la ciencia como vínculo constitutivo de la verdad, como objeto del conocimiento, una verdad que se busca en forma diaria en tantos centros de saber, tanto por maestros como por alumnos, que nos edifica, en el despliegue del método científico en forma desinteresada.
Pero el futuro del hombre y de la humanidad está amenazada, ya que los frutos de la ciencia están ya siendo explotados para otros fines diferentes de los que propugnaba su estudio. Va más allá del marco ético, incluso con fines de “destrucción y muerte”. Su Santidad expresa que la “ética” es la única respuesta frente a este dilema.
Frente a una ética debilitada en estos tiempos líquidos, donde lo correcto, lo bueno es lo que marca twitter, Instagram o la última encuesta, es perentorio el desarrollo ético de los ciudadanos, más allá del mero conocimiento teórico, sino armado del conocimiento práctico de ejecutar un acto “bueno”. No más papel y lápiz, sino que músculo y conciencia para enfrentar estos nuevos desafíos del instaurar un mundo mejor formado por actos y no por “manuales”. Es la única forma de proteger la cultura, una cultura nacional enraizada en la tierra y nuestra comunidad.