A pocas horas de la publicación en el Diario Oficial de las modificaciones realizadas a la Ley 18.290, que aumentan las sanciones por manejo en estado de ebriedad y bajo la influencia del alcohol, tramitada en sorprendentes 10 meses, he creído necesario hacer públicas ciertas reflexiones relativas a un tema sensible, de interés e impacto nacional.
Primero, acotar que la referida Ley incluye, además del acohol, las sanciones pertinentes por conducir bajo la influencia de sustancias estupefacientes o psicotrópicas, circunstancia no menor habida consideración que da pie para comprender porqué se homologa en un mismo articulado de la Ley estas sustancias, en apariencia diversas.
La respuesta, muy simple: Todas corresponden a sustancias absolutamente perjudiciales para la salud y la vida humana. Claro, estupefacientes y psicotrópicos tienen usos medicinales, pero obviamente bajo prescripción y estricta vigilancia médica. También el alcohol tiene usos medicinales, como antiséptico, pero en contextos clínicos regulados.
El problema surge cuando la sociedad comienza a madurar y a percibir el descalabro que el consumo, sin regulación, de alcohol (y otras sustancias que alteran nuestra capacidad física y psíquica) puede significar para las personas, las familias y el país. Esto, sin siquiera considerar el daño material a la propiedad pública o privada, propia o ajena. Pero el daño físico y psíquico, la merma social y laboral, la pérdida a veces definitiva de la salud, o aún de la vida, resulta un costo inaceptable para cualquier sociedad, en particular para aquella, suficientemente evolucionada, como para que sustente valores propios de una antropología cristiana, de defensa acérrima de la vida en general, y de la vida humana muy en particular.
Los antecedentes que pueden ser aportados se vuelven irrelevantes ante el único hecho que importa: las habilidades físicas y psíquicas necesarias para conducir un vehículo, de cualquier clase, son gravemente alteradas por la ingestión de cualquier cantidad de alcohol. Este solo conocimiento debería ser razón suficiente para el sentido común de cualquier persona, en términos de hacer comprender cabalmente el riesgo inmediato asociado a eventual accidente, lesiones y muerte. No se requiere más antecedentes. Las estadísticas, para quien las requiera, son de público dominio en diversos sitios (Conaset, MINSAL).
Y en este sentido, quizás sea necesario señalar que las modificaciones, llamadas eufemísticamente “ley de tolerancia cero”, strictu sensu no lo es, puesto que admite un rango “tierra de nadie” que va desde cero coma algo, hasta 0,30 g/L.
Puesto que el alcohol es un tóxico, de efectos cardiovasculares y neurológicos estimulantes en dosis bajas y depresores en dosis mayores, que no aporta más que problemas, ya que su valor nutritivo es cero, y puesto que está reiteradamente vinculado a graves accidentes de tránsito, violencia intrafamiliar, abusos deshonestos, conducta bizarra e irresponsable, ausentismo laboral, bajo rendimiento en cualquier ámbito, y otros muchos males, resulta prístino que debe ser prohibida absolutamente la conducción de cualquier vehículo, maquinaria y el ejercicio de cualquier actividad laboral, pública o privada, bajo los efectos del alcohol, entendiendo por esto último, la presencia detectable (y detestable) de cualquier cantidad de alcohol, en cualquier fluido o tejido corporal.
Sí, es cierto, el consumo de alcohol y cigarrillo, drogas lícitas legal y socialmente, tiene raigambre histórica y cultural de largo alcance. Difícil de erradicar. Muchos intereses comprometidos. Una sola realidad: Son dañinos. Lo grave, para quienes gustan defender el ‘derecho’ individuales a elegir, es que son dañinos también para quienes no son usuarios de estas sustancias, y que pierden su ‘derecho’ a vivir tranquilos y respirar aire puro.
¿Qué es agradable una copa de buen vino asociada al plato adecuado?. ¿O una fresca cerveza en estío?. ¿Quizás un reconfortante coñac en el frío invierno?. De acuerdo, pero se requiere un sentido común, de responsabilidad, madurez e impronta cultural, de un saber beber con moderación extrema que, hoy por hoy, está lejos, muy lejos, demasiado lejos del ciudadano medio de este país.
En suma: Beber o no beber no es el dilema. El dilema es ‘beber o conducir’. Si bebes, no conduces. No puedes conducir nada, ni siquiera tu vida en esas circunstancias. No bebas o si lo haces, pasa las llaves (a alguien que tampoco vaya a beber, obvio). Toma taxi. Bebe en casa. Mejor aún, elige vivir sano, no bebas, no tomes nada.
Y si tomas algo, que sea conciencia.
Dr. Claudio Lermanda Soto
Decano
Facultad de Medicina
Universidad Católica de la Santísima Concepción