Lo ocurrido en el país es una señal que muestra que no basta con proveer determinados contenidos culturales en las escuelas para asegurar la educación de una población, como tampoco la existencia de Cesfam o canchas de fútbol para asegurar que la población es sana y goza de salud. Cuando todos los bienes públicos han sido privatizados y lo único que le queda a la gente como “propio” son sus sueños truncados, brota la rabia de las formas menos impensada e incluso autodestructiva.
La clase política ha perdido credibilidad, los gobiernos tienen agendas propias y lejanas al bienestar de la gente, por ello, la explosión social, desobediencia civil, indignación o rebeldía que hemos visto son expresiones que explican un hecho real: la ausencia de justicia en las personas consideradas en sus particularidades. La ley no está subordinada al bien común, y la gente lo sabe en carne propia, porque se privilegia el bien privado, se negocia con la salud, la educación, la previsión, la seguridad. Ni siquiera las carreteras son públicas. Cuando se pierde la libertad, lo que queda es la impotencia, que muchas veces se exterioriza como violencia, incluso contra si mismo, contra lo que encadena esa impotencia, el tener que vivir miserablemente y pagar por aquello que el Estado debe garantizar, pero que no lo hace y se niega a resolver.
Toda ley se ordena al bien común de las persona y de esta finalidad recibe su poder y condición de ley. Una cosa se hace justa por su misma naturaleza y por convención de los hombres, pero cuando esta última contraviene a la primera (p. e. a la educación, salud, seguridad, movilización, etc.), entonces la ley se hace injusta e ineficaz. Es lo que ha sucedido con las leyes sociales en Chile, pues benefician al administrador privado y no a las personas. Generan riqueza a pocos y desesperanza a muchos. El legislador no ha sido capaz de abstraer y razonar las necesidades de la población y solo ha visto la ganancia de unos pocos, por lo que se hace necesaria una reconducción práctica de las leyes sociales y, lo que enseñan las movilizaciones sociales masivas que ocurren en el país, es la necesaria invocación de sensatez al legislador en aquello que ha sido privada la población y que han perdido. El ciudadano se ha tomado el espacio público expresando su necesidad de justicia y apelando a lo único que le queda como propio, intimo e inalienable: su grito de dolor y rabia por el abuso. La calle ha sido la mejor escuela a la que se ha podido enfrentar la clase política, ejecutiva y legislativa, ante el incumplimiento de su deber político.
Además, las movilizaciones ponen en duda la fortaleza de la democracia chilena, la que representa sólo a los partidos políticos y no a la ciudadanía, y como ha quedado en evidencia, se ha legislado en contra del bien de las personas. Poner énfasis en el crecimiento económico, sin pensar en el desarrollo humano integral, acrecentar las brechas salariales, obsesionarse por un estado subsidiario unido a un lenguaje ofensivo por parte de las autoridades son hechos que han impulsado a la gente a la calle para exigir la necesaria justicia que garantice el acceso a los bienes públicos que, por naturaleza conviene a todos y cada una de las personas. Es lo que enseña la calle y lo que espera una
ciudadanía cansada de los abusos por demasiado tiempo. Ha llegado la hora de escuchar a los ciudadanos movilizados, en toda su expresividad y riqueza humana.